Pie de página

sábado, septiembre 02, 2006

Londres sigue siendo... Londres

Italia es un país que me encanta, y París me parece una ciudad increiblemente romántica... pero de todos los lugares que conozco Londres es, con diferencia, mi favorito. Así que entederéis que este viaje me hiciera especialmente ilusión, pues habían pasado ya nueve años desde la última vez que estuve en la capital británica.

Volamos a Londres con Ryanair, que nos salió super barato (el viaje de vuelta sólo costó un euro + tasas y equipaje). Sin embargo, si utilizáis esta opción, debéis prepararos para un largo viaje. Salimos a las siete de la mañana desde la Estación del Norte de Barcelona, dirección al aeropuerto de Girona, con unos buses que Ryanair pone especialmente para que coincidan con sus vuelos (aunque el billete debe pagarse a parte, 21 euros ida y vuelta).

De Girona salimos puntualmente a las 10.15 de la mañana, y tras dos horas de vuelo (que en realidad fueron una por el cambio horario), llegamos al aeropuerto de Stansted, en Londres, a eso de las 11.30 de la mañana. Fue entonces cuando tuve una de las primeras revelaciones del viaje, que se confirmó a la vuelta: Stansted es uno de los aeropuertos más lentos y desorganizados que he visto en mi vida. Quizá fuera por las extraordinarias medidas de seguridad que UK ha impuesto tras los últimos intentos de atentado, no lo sé, pero el tiempo de espera fue exageradísimo. Tardamos más de media hora en que nos anunciaran en que cinta salían las maletas para poder recogerlas, y luego tardamos más de media hora más en poder coger el autobús que nos llevaba al centro de Londres, amén de los dos controles de seguridad que tuvimos que pasar. Durante ese tiempo, pues claro, nos hicimos amigos de una familia de Girona que había volado a nuestro lado, y que nos ofrecieron galletas Princesa para amortiguar la espera (¡qué ricas estaban!).

Por cierto, si voláis a Stansted sabed que tenéis tres maneras de llegar al centro de Londres: en railway (tren), la más rápida (40 minutos) pero también la más cara, o en bus. Hay dos compañías: la National Express y Terravisión. Nosotros utilizamos Terravisión porque en el mismo vuelo de Ryanair te vendían los billetes, y salía mucho más económico que comprarlos en el aeropuerto.

Coger el autobús fue otro desafío. Primero nos separaban en dos filas, entre los que íbamos a Liverpool Station y los que iban a Victoria Station (las dos rutas del autobús). Nosotros nos dirigimos a Liverpool Station, que nos iba mejor, y nuestros amigos se quedaron en la fila de Victoria Station. Tuvimos que esperar más de media hora bajo la fina lluvia londinense a que viniera un autobús, mientras los responsables se paseaban entre las filas (des)organizando a los sufridos viajeros (o sea, nosotros). Y cuando por fin llegó el autobús, hubo una intentona por parte de unos listos de colarse, con el consecuente alboroto. Finalmente subimos al bus. Era las 13.00 (las 14.00 para nosotros) y estábamos hambrientos.

Lo primero que hicimos cuando llegamos a Liverpool Station fue buscar un sitio donde comer, y acto seguido nos dirigimos al metro (conocido como underground/tube/subway) rumbo al hotel. Por cierto, si váis a Londres para cinco días o más os recomiendo comprar la Weekly Card. Cuesta unos 22 pounds (o sea 33 euros aprox) y da entrada libre durante siete días a todos los transportes públicos de Londres: metro, bus y DLR (una especie de trenes tipo Ferrocarrils de la Generalitat). Sé que parece un poco cara, pero es que en Londres el tranporte es muy caro.

Finalmente, a eso de las 17.30 llegamos a nuestro hotel, cercano a la estación de Royal Oak: Torquay House. Debo decir que si bien no me importaría recomendar el hotel de París, este youth hostel de Londres no es recomendable. Es cierto que está limpio, y que el precio por ser Londres está muy bien, pero ahora me arrepiento de no haber pagado un poquito más y haber estado en un lugar más céntrico. Además, aunque el trato fue cordial, tampoco hubo nada destacable. Las habitaciones eran muy justitas. Quizá lo mejor: el desayuno (tostadas, té, café, zumo, leche, mermelada, mantequilla y nocilla).

Perdonad si me he extendido mucho en esta primera parte, pero quería que entedieráis el periplo que resultó llegar al hotel, y la sensación que teníamos de haber perdido nuestro primer día en Londres, porque una vez deshechas las maletas e instalados, ya eran más de las 18.30, y a esa hora sólo hay una zona de Londres donde el ambiente no ha decaído: el triángulo formado por Leicester Square, Picadilly Circus y Covent Garden. Y hacia allí que nos fuimos.

El corazón de Londres nunca envejece y seguía latiendo a toda máquina, tal y como yo lo recordaba. Aquí y allí había gente comprando, entrando y saliendo de restaurantes, buscando un club o discoteca donde bailar... Miguel lo miraba todo con ojos como platos, y sólo se puede describir su actitud de una manera: ¡estaba flipando! El primer día, pues, nos lo pasamos visitando tiendas, perdiéndonos por las calles y buscando un restaurante donde cenar. Finalmente lo encontramos y os lo recomiendo. Un restaurante japonés llamado Taro. Excelente. Tras una cena, engullida quizá demasiado aprisa, nos fuimos al hotel a dormir.

La mañana del segundo día amaneció gris, no sólo por el día, sino porque no me encontraba muy bien. Y es que Londres me había recibido con una estupenda gastroenteritis, pero no quise decirle nada a Miguel para no estropearle su primera jornada en la capital británica. Así que tal y como estaba previsto, nos dirigimos al Palacio de Buckingham.

Un consejo, si no os gusta lo "kitsch" no vayáis a Buckingham. Lo primero que Miguel dijo cuando vio el palacio fue: "¿esto tan feo es Buckingham?" Y es que razón no le faltaba. Pero por eso de estar donde The Queen (la reina que no el grupo), decidimos seguir adelante con el plan y fuimos a comprar una entrada para la visita guiada.

Vale, tres cosas. La primera. En Buckigham, además del Palacio, se pueden visitar las caballerizas reales y la colección de la reina de no sé qué. Pero es carísimo (unos 15 pounds o sea, 23 euros aprox). Así que nos decidimos por el palacio. Y creedme. Hicimos bien. Gastarse tanto dinero en una visita a Buckingham no vale la pena.

La segunda. En casi todos los lugares visitables de Londres se hacen descuentos con el carnet de estudiante. Al final del viaje os podéis haber ahorrado entre 15 y 20 euros. Yo me llevé mi carnet de la Asociación de Antiguos Alumnos de la UPF y coló. Así que si váis a Londres, coged el carnet de biblioteca o de la uni o algo que se le pueda parecer e intentad utilizarlo. Vuestro bolsillo os lo agradecerá.

La tercera. En Londres, cuando compráis una entrada no es entrada libre, sino que muchas veces es para una hora en concreto. Aseguraros de este dato. Nosotros no lo sabíamos y como después de comprar la entrada al palacio empezó a dolerme la barriga, fuimos en busca de un lavabo y ¡oh sorpresa! En Buckingham no hay lavabos (al menos no para los visitantes antes de entrar). Así que tuvimos que irnos bastante lejos. Y cuando volvimos, había pasado nuestro turno y tuvimos que esperar al siguiente para poder entrar. Resultado: nos perdimos el cambio de guardia.

Después de la visita con audioguía incluida, que dura aprox. una hora y media, y tras pasar por la tienda (creo que es lo que más me gustó), nos dirijimos al Parlamento. Tendríais que ver la cara de Miguel cuando vio el Big Ben de cerca por primera vez. Creo que hasta ese momento no se había creído que estaba en Londres.

Puesto que ya era tarde, decidimos comprar unos sándwiches en una tienda cercana y comer en la hierba que hay delante del Big Ben. Y ése fue uno de esos momentos mágicos en cualquier viaje, que no planeas pero que surgen. Allí estirados, delante del Parlamento Británico, todo quedaba tan lejos... Barcelona, el trabajo, los problemas... es curioso. La felicidad a veces se encuentra en los lugares más insospechados.

Normalmente el Parlamento no puede visitarse, pero en los meses de verano, mientras sus señorías están de vacaciones, abre sus puertas al público. Y vale la pena, de verdad. Fue una de las visitas más interesantes que hicimos, y sin duda en la que más aprendí. Quizá porque tuvimos la suerte de que nuestro guía, Mr. Richard Hampton, sabía muchísimo y nos explicó un montón de cosas. Eso sí, en inglés, pero con un acento muy asequible. Pero si no habláis inglés, mejor ir con un traductor al lado. Yo acabé la visita encantada, aunque sospecho que Miguel se aburrió un poco.

Nuestra intención tras el Parlamento era visitar la Abadía de Westminster, que está al lado, pero sólo abre por las mañanas así que nos quedamos con las ganas. Y decidimos visitar la casa del Primer Ministro, o lo que es lo mismo, el 10 de Downing Street. Bueno, lo de visitar es un decir porque la poli no deja pasar a nadie, así que nos fuimos rápidamente. Allí no había nada que hacer. Y hacia el London Eye que nos fuimos, aunque lo vimos desde el otro lado del Támesis. Miguel no quería subir y yo cada vez me encontraba peor, así que tampoco tenía ningunas ganas de dar vueltas mareándome en una noria.

Y como no podía ser de otra manera acabamos nuestro primer día en Trafalgar Square - Picadilly Circus. En el Virgin Megastore y en un ciber que hay allí, chequeando nuestro correo. Os ahorraré lo que siguió luego. Sólo deciros que tuvimos que coger un taxi para llegar al hotel de lo mal que me encontraba. Por cierto, los taxis en Londres no son recomendables. Te dan una vuelta de narices y son carísimos. Aquí debo darle las gracias a Miguel. Le costó, pero cuando se dio cuenta que realmente me encontraba fatal, cuidó de mí y me llevó hasta el hotel.

El segundo día me encontraba un poco mejor, aunque por si las moscas preferí no desayunar. Miguel me sugirió quedarnos en el hotel, pero yo preferí no variar los planes, y nos fuimos a la Torre de Londres. Ésta fue una visita que me sorprendió, porque no me la imaginaba tan grande. Al principio intentamos realizar la visita guiada junto a uno de los beefeaters, pero resultó imposible. El beefeater que nos tocó, al que apodamos "el cachondo" porque hacía muchas bromas muy británicas, hablaba un inglés imposible de entender (bueno, yo sostengo que hablaba cockney), así que finalmente optamos por alquilar una audioguía y realizar la visita a nuestro aire. Y realmente fue lo mejor. Debo decir que la colección de las joyas de la Corona me decepcionó un poco, porque me la esperaba más grande, pero en general la visita resultó divertida e instructiva. Por cierto, Miguel se lo pasó en grande persiguiendo a los cuervos, y dándoles de comer galletas con chocolate. Aunque el muy bestia dejaba que se las cogieran de la mano. Y eso que un cuervo puede arrancarte tranquilamente un dedo de un picotazo... tuvimos mucha suerte de no terminar la visita en el hospital.

Tras la Torre de Londres sólo tuvimos que andar unos pasos para llegar al Tower Bridge, emblema londinense donde los haya. La vista desde arriba es impresionante, pero creo que lo que más nos gustó fue una exposición de juguetes victorianos... ¿habéis jugado alguna vez con peonzas? Nosotros sí... a unos cuantos metros de altura.

Comimos en un restaurante de comida italiana, a orillas del Támesis, y retomamos fuerzas para uno de los momentos más esperados del viaje (bueno, para mí): la visita al Royal Shakespeare's Globe Theatre. Sí, ya sé que no es el teatro original, pero es igual. Es una reproducción increíblemente bien hecha y, al fin y al cabo, se ubica a pocos metros de donde estaba el original, así que es relativamente sencillo imaginarse cómo debía ser la vida en Londres cuando Shakespeare estaba vivo, como vivían los actores, la gente... y como vivió él. Y en el Globe sucedió algo inesperado y, a riesgo de parecer cursi, mágico. Tuvimos el privilegio (porque esto es un privilegio) de asistir a un ensayo general en el Globe. Lástima que la visita guiada no me gustara demasiado, no porque no fuera interesante (que lo era), sino porque la guía que nos tocó era bastante "patata". Mala suerte.

Una de las cosas que aprendí en Londres es que "adoro" los Starbucks. En Barcelona no los frecuento demasiado, porque el café no me gusta, pero en Londres, después de estar dando horas vueltas y más vueltas, una butaca mullida y un té caliente resulta muy tentador. Y eso es precisamente lo que hicimos después de nuestra visita al Globe.

Y ya un poco más recuperados, nos dirigimos a uno de los imprescindibles de Londres: la Tate Modern. Me encantan los museos, adoro visitarlos y mirar los cuadros, y me estaría horas en ellos (algo que pone realmente frenético a Miguel) pero aquí y ahora voy a hacer una confesión: la Tate Modern no me gustó. Al menos el último piso. Creo que me estoy volviendo vieja porque no entendí casi ninguna de las modernísimas obras que allí se exponían. Esos sí. En el tercer piso me reencontré conmigo misma, tras disfrutar de algunas obras de Picasso, Calder, Pollock y mi adorado Maigret. La visita acabó en la enorme sala de las turbinas, estirados en el suelo y haciendo fotos. Luego volvimos a Picadilly Circus para cenar, y de ahí al hotel.

El domingo nos despertamos, y yo seguía sin encontrarme demasiado bien. Pero era el primer día de el Carnaval de Notting Hill y, además, hay dos cosas que sólo suceden en domingo: el mercadillo de Portobello Road y los discursos del Speaker's Corner. Así que hice de tripas corazón y hacia allí nos dirigimos.

Vale, ya es oficial: Odio el Carnaval de Notting Hill. No porque no sea divertido, que lo es, sino porque nuestro hotel estaba en pleno Notting Hill y durante el Carnaval nos cerraron la boca del metro que teníamos más cerca, Royal Oak, y tuvimos innumerables problemas para salir y llegar a nuestro hotel durante los dos días de fiesta.

El primer contratiempo llegó en Portobello Road. Normalmente, los domingos por la mañana esa calle hierve con el bullicio de las tiendas, los turistas y los compradores. Pero como el carnaval pasaba por ahí, el día que fuimos todas las tiendas estaban cerradas, incluso algunas habían clavado maderas en los escaparates. Y claro, no pudimos ver nada. Decepcionados nos fuimos con el rabo entre las piernas.

Nuestra segunda parada del día fue Hyde Park, y más concretamente el Speaker's Corner. Yo había oído hablar muy a menudo de ese lugar pero no lo había visitado nunca y la verdad es que me sorprendió. Para los que no lo sepáis, el Speaker's Corner es una área situada en Hyde Park en la que los domingos por la mañana cualquier persona puede ir y hablar de lo que le dé la gana. El único requisito es que hay que estar subido a algo (una silla, un tamburete...). Y sí, allí había unas cincuenta personas escuchando a cinco o seis personas que subidas en sus dispositivos hablaban de todo (principalmente de religión y política). Miguel quedó fascinado y fue de un sitio a otro, grabando y riéndose de los "personajes" que por allí corrían. Yo, en cambio, di una vuelta y preferí esperarlo estirada al sol, en una de las tumbonas de Hyde Park. Fuera como fuere, el Speaker's Corner nos resarció del chasco de Portobello Road, y nos alegró un poco el día.

Después de que Miguel saciara completamente su curiosidad, emprendimos el larguísimo camino que separa el Speaker's Corner del Palacio de Kensington. Sí, ya sé que ambos se encuentran cerca, uno en Hyde Park y otro en Kensington Gardens, pero no os podéis imaginar la distancia que hay entre ellos. Tanta, que incluso tuvimos tiempo de comer en un restaurante a la orilla del lago del Hyde Park. Y la verdad es que esa comida me sentó de maravilla, porque por primera vez en todas las vacaciones pude comer un plato caliente de pescado, que era justo lo que mi pobre estómago necesitaba. Y así, un poco más repuesta, fuimos a ver el Memorial de Diana.

Antes de continuar mejor aclarar una cosa. Miguel es un gran admirador de la figura de la Princesa Diana, y yo sabía que le hacía ilusión visitar la Fuente que se levantó en su honor. Y por eso accedí a ir. Pero la fuente no vale nada, y el propio Miguel lo reconoció: es un monumento muy pobre para lo que Diana fue. Podéis leer sus comentarios en su blog: http://vilhold.blosgpot.com. Yo me abstengo de hacerlos. Y también me abstendré de opinar sobre el Palacio de Kensigton, porque Miguel ya lo ha hecho. Decir solo que, exceptuando las fotos de Diana, el resto del Palacio me pareció peor que Buckigham, y ya es decir.

Después de la decepcionante visita a Kensigton, sedientos y cansados nos dirigimos hacia Notting Hill, donde se estaba celebrando el Carnaval. Fue una locura. Había tanta gente que no conseguimos llegar al meollo del desfile (que por otra parte ya se estaba acabando). Sin embargo hicimos uno de los grandes descubrimientos del viaje: una tienda de discos que vendía vinilos de Elvis, Jerry Lee Lewis, Chuck Berry y otros mitos del rock ¡a 50 peniques! Y aquí fue donde Miguel se volvió loco. Empezó a mirar, buscar, desempolvar... y yo tomé la mejor decisión que podía. Me fui a un Kentucky Fried Chicken que estaba al lado de la tienda y le esperé, hasta que al cabo de casi una hora salió él todo contento, con varios vinilos bajo el brazo. Si le hubierais visto la sonrisa hubierais entendido porque no me importó esperar. Y así, en medio de la riada de gente que llenaba las calles, decidimos hacer una "turistada": entrar en un pub a tomarnos una cerveza.

Lamento no recordar el nombre del pub. Solo os diré que estaba lleno de gente que volvía del Carnaval, y que nos costó encontrar sitio. Pero finalmente nos aposentamos en un sofá en la planta baja, y Miguel pidió una típica cerveza (no sé cual) mientras yo saboreaba una estupenda coca-cola light (lo siento pero mi estómago no admite cervezas). Y entonces Miguel hizo algo que no me esperaba en absoluto. Mientras él estaba en la tienda yo compré como recuerdo dos silbatos que vendían por lo del Carnaval. Y Miguel va y enmedio del pub se pone a tocar el silbato. Yo me quería morir. Él, que de natural es tan tímido y vergonzoso, hizo que todos los que estaban en el pub se giraran hacia nosotros. ¡Qué vergüenza! Y es que aunque no lo quiera admitir, yo creo que la cerveza se le subió un poco a la cabeza. Como nunca bebe...

Esa noche llegamos muertos porque por culpa del maldito carnaval nos tocó andar un montón para llegar al hotel, ya que las paradas de metros y autobuses más cercanas estaban todas cerradas. Finalmente y después de maldecir a todos los carnavales habidos y por haber divisamos la puerta del albergue. Y con algo que habíamos comprado por ahí, nos preparamos una cena en el comedor común del hotel. Y allí conocimos a un hombre francés, de origen africano, con el que tuvimos una charla muy agradable, acerca de España, Catalunya, el Estatut... fue muy instructivo ver como nos ven desde fuera, y lo que se percibe de este tema. De hecho, nos costó mucho convencerle que la vida en Catalunya es de lo más normal, y que entre la gente no hay clima de crispación. Que los únicos que viven en un clima de crispación continuo son los políticos, pero no nosotros. Naturalmente, él se quedó muy sorprendido porque la imagen que tenía era la de un pueblo intolerante y enfrentado, o algo por el estilo.... no si, como dijo alguien una vez, no hay como viajar para abrir fronteras, físicas y mentales.

Y por fin llegamos al lunes, que fue uno de los mejores momentos del viaje porque... ¡mi gastroenteritis había desaparecido! Por primera vez me encontraba bien y con suficiente energía para encarar el día. Un día en el que, por cierto habíamos decidido ir a Greenwich.

Greenwich es, como vosotros sabéis, la localidad por la que pasa el Meridiano Cero, que es quien rige los husos horarios de la Tierra. Se encuentra a escasos kilómetros de Londres, y se llega fácilmente a él en Docklands (DLR), una especie de trenes, estilo Ferrocarriles de la Generalitat, ¡que se mueven sin conductor! Eso fue lo más curioso. Están dirigidos por control remoto. Pero no os preocupéis porque son totalmente seguros.

Llegar a Greenwich fue un soplo de aire fresco, y nunca mejor dicho. El contraste con la Big City que es Londres es brutal. Greenwich es un pueblecito fluvial (está al lado del Támesis), de un verde intenso, y de gente amable... vamos, que si en cualquier momento hubiera aparecido Jessica Fletcher montada en su bici no me hubiera sorprendido en absoluto. Simplemente me encantó.

Lo primero que hicimos fue visitar el Cutty Sark, el famoso clipper que da nombre al whisky y que se encuentra varado en el puerto fluvial de Greenwich, para que cualquiera pueda visitarlo. A Miguel le encantan los barcos y sabía que se moría de ganas de subir al Cutty. La verdad es que fue una visita muy agradable, muy recomendable además si váis con niños pequeños. Miguel se lo pasó en grande y, al final, tuvo una sorpresa: le regalé una réplica del Cutty Sark, que ahora luce orgullosa en el comedor de su piso.

Tras la visita al Cutty Sark buscamos un sitio donde comer, y encontramos un típico restaurante británico en el que se podían degustar las típicas steak pies. Quizá las habéis comido alguna vez. Se trata de tartas de carne, con puré de patata. Al principio Miguel no estaba muy seguro de querer comerlas, porque admito que no son especialmente sabrosas para la vista, pero finalmente se decidió y no se arrepintió. Las pies que tomamos estaban muy buenas, y Miguel se alegró de haber probado la típica gastronomía inglesa.

Tras la comida emprendimos el rumbo hacia lo alto de la colina, donde se alza el Royal Observatory, es decir, el lugar por donde pasa el meridiano 0. Una vez allí, hicimos cola para hacernos la típica foto junto al meridiano, y mientras esperábamos empezamos a hacer el tonto, Miguel en el hemisfero este y yo en el oeste, saltando de un hemisferio a otro. ¡Qué queréis! Hacer cola era muy aburrido. Claro que el aburrimiento se acabó cuando descubrimos la máquina de los diplomas. Por un pound, la máquina te expendía un diploma donde figuraba el día, el mes, el año, la hora, el minuto y el segundo en el que el diploma había sido creado, quedando así para la posteridad el momento exacto en el que Miguel y yo habíamos estado en el Meridiano de Greenwich. Ahora los diplomas están en casa de Miguel, lo que me recuerda que tengo que recuperar el mío. Y el último descubrimiento fue un reloj digital, que marcaba la hora exacta del meridiano... ¡con una hora de diferencia respecto a nuestros relojes! Ése fue el gran misterio del día... no entendía como el perfecto reloj de Greenwich podía llevar una hora de adelanto respecto al nuestro... hasta que un vigilante muy amable nos explicó que ese reloj siempre marca la hora exacta, es decir, que nunca se atrasa ni adelanta en función de los solsticios, como sí lo hacen los nuestros. Así que misterio resuelto.

La visita al Royal Observatory está bien, aunque si no eres un apasionado de la astronomía te enteras de más bien poco. Lo que más me gustó fue una pared en la que podías escribir tu experiencia sobre un momento en el que creíste que el tiempo se había parado para ti, ya sabéis, cuando viste por primera vez a la mujer/hombre de tus sueños, cuando tocaste la mano de tu ídolo... eso y el telescopio sorpresa, porque ya sabéis que no es lo mismo Pluto que Plutón.

Al salir del Royal Observatory nos dirigimos al Museo Marítimo, pues a Miguel le hacía mucha ilusión ir. Yo estaba un poco cansada y preferí quedarme sentada fuera, tranquilamente, y por lo que cuenta Miguel hice bien porque el museo no es gran cosa. Eso sí. Mientras estaba sentada descubrí que hay un trenecito que hace la ruta museo-observatorio, y que exime a los pobres viajeros de subir la colina a pie. Si lo hubiera sabido antes...

Nuestro día en Greenwich terminó en una cafetería tomando algo caliente (empezaba a llover y hacía frío), aunque antes habíamos bajado a un túnel subterráneo que atraviesa el Támesis por debajo. No vale la pena. Es feo y huele a cloaca. La vuelta la hicimos en Docklands porque se nos hizo tarde, pero lo ideal hubiera sido coger uno de los barcos que salen del puerto fluvial y te llevan de vuelta a Londres. ¡Lástima!

Después de Greenwich volvimos a Londres. Cenamos en un restaurante de Chinatown, comida china, y nos encaminamos hacia el hotel, no sin antes tener que sobrevivir a los últimos coletazos del Carnaval de Notting Hill, y a la boca del metro cerrada de nuevo. Al final tuvimos que coger un taxi que nos timó la carrera, y haciéndonos bajar deprisa del coche, se quedó con parte de nuestro cambio. En fin, son gajes del oficio de guiri, aunque en ese momento nos cabreó bastante.

Y llegamos al último día en la ciudad (bueno, el último que teníamos para visitas, porque al día siguiente nos íbamos pronto). El martes fue nuestro Free Day, o lo que es lo mismo, Miguel y yo decidimos separarnos para que cada uno pudiera disfrutar de Londres a su manera. Él se fue a la caza y captura de un lugar donde alquilar una bici, mientra que yo me encaminé hacia Leicester Square, a hacer cola en la Ticket Office Box. Aquí voy a hacer un alto en el camino para contaros algo... me encanta el teatro, y en especial los musicales. Así que uno de los momentos más ansiados del viaje era asistir a una representación de algún musical... bien, como algunos de vosotros ya sabéis el teatro en Londres es carísimo. Una entrada puede costar tranquilamente 50 pounds (o sea 75 euros). Pues bien. La solución al problema se encuentra en Leicester Square: la conocida como tkts booth. Se trata de una oficina oficial de la Asociación de Teatros de Londres, donde se pueden adquirir entradas a mitad de precio de casi todos los espéctaculos de la capital británica para ese mismo día. Yo llevaba mi lista de obras que quería ver, por orden de preferencia: El Rey León, Avenue Q... al final me quedé con mi tercera opción, Les Misérables, que recomiendo con creces... pero no adelantemos acontecimientos.

Tras conseguir mi entrada, me dirigí a la National Gallery para disfrutar, sin que nadie me metiera prisa, de algunas de las mejores pinturas del mundo. No sé si alguna vez habeís estado allí, pero para los que no deciros que la National tiene una de las mejores colecciones de pintura impresionista del mundo. Fue realmente fantástico. Casi cuatro horas de puro arte.

Tras comer rápidamente un bocata en un subway, cogí el metro y me fui directamente a la Dicken's House. No soy una gran conocedora de este autor, pero me hacía ilusión ver el museo, y como en París me quedé con las ganas de ver la Maison de Victor Hugo... La visita estuvo bien, aunque sólo os la recomiendo si os gusta mucho este autor o si os gusta mucho leer. Aprendí algunas cosas interesantes, y Oliver Twist ha pasado a engrosar mi lista de lecturas pendientes.

Después de La Casa de Dickens hice una visita muy rápida a Camden Market. Debo decir que este mercadillo me decepcionó bastante. Lo recordaba mucho más grande, con más paradas y más variedad, pero lo encontré pequeño y con comercios que no eran de mi gusto (mucha camiseta heavy y grunge). Pero en las tiendas de discos tuve más suerte. Encontré algunos vinilos de Elvis, Little Richard y Jerry Lee Lewis que hicieron las delicias de Miguel cuando se los di.

Y puesto que ya era la hora del teatro, me fui hacia el Queen's Theatre, para disfrutar de uno de los momentos culminantes del viaje.